viernes, 25 de septiembre de 2009

El botón del piso 42

Todos estamos acostumbrados al protocolo estándar de comportamiento en un ascensor, entramos, pulsamos el botón de nuestro piso, y nuestro instinto nos presiona a intentar evitar todo gesto que pueda percibirse como agresivo con el resto de las personas que nos rodean, especialmente si son desconocidas.

Por eso el mero hecho de entrar y que de repente el resto de los pasajeros se pongan a cantar un himno gregoriano ceremonial claramente tiene que poner nervioso. Pero si encima esto señala que cuando pulses el botón del piso 42, no sabes exactamente a dónde vas a ir a parar, la cosa se pone tensa.

Esto es lo que se hace en la tradición proveniente de una sociedad discreta, que fue perseguida a lo largo de la historia por su tradición de construir altos edificios y profundas minas. La Digonia y sus seguidores, los dígonos, parecen tener como filosofía un equilibrio entre los edificios construidos sobre suelo con huecos construidos bajo el suelo, y su símbolo es un segmento vertical con una pequeña marca en el centro, técnicamente un dígono que es un polígono degenerado con dos ángulos (de 0 o 2π, según se mire), con un punto en medio que representa el origen de todo, el punto en el que se unen el cielo y la tierra.La sociedad es discreta porque fue perseguida casi desde sus inicios, en Chipre, donde controlaban la explotación y excavación de las minas de cobre que daban nombre a la isla. Cuando en el año 332 un terremoto destruyó Salamina, los habitantes no sabían si atribuirle la culpa a la codicia desmedida en la extracción de cobre o a las actividades musicales de Claudio Dígono, que tenía como pasatiempo aprovechar la resonancia de las cuevas para dar conciertos de tambor que la verdad, también sonaban como un terremoto. Pero como sucede siempre, los que ocultan algo son sospechosos y como parte de la reconstrucción de la ciudad, el emperador Constantino II decretó el cierre de las minas de cobre en todo el país y la expulsión de los dígonos de todo el Imperio Romano.

En estos tiempos, para ser miembro de la sociedad era necesario acreditar tener la posesión de la misma cantidad de propiedad horizontal por encima y por debajo de la tierra, y así la sociedad solía acumular en igual medida explotaciones mineras subterráneas y propiedades inmobiliarias urbanas.

Los dígonos salaminos probablemente no tuvieron problema en ser acogidos entre otras comunidades repartidas por el mundo, y de hecho hay rastros de la cultura chipriota dígona en sitios tan remotos como la ciudad de Shibam, donde a partir de la llegada de la Digonia comezó el esplendor de la ciudad y sus edificios pasaron a ser los más altos que permitía la tecnología local de la época. Aunque el ladrillo de arcilla y el andamio de madera casi no cualifican como tecnología para alguien acostumbrado a la piedra tallada y las poleas romanas, el ingenio del que hicieron gala les permitió conseguir edificios de hasta 16 pisos (y sus 16 sótanos correspondientes, aunque hoy estén llenos de arena del desierto). Desafortunadamente, el dominio de la ciudad le permitió sobrevivir con las mismas maneras hasta la actualidad, únicamente renovando y volviendo a encalar los edificios periódicamente para que no se los lleve la infrecuente lluvia torrencial del desierto yemení.

No conocemos mucho de las tradiciones más antiguas, pero parece que fiel a su símbolo era frecuente entre sus miembros el extremismo, de acuerdo al cual los miembros de más alto rango aplicaban la ley del punto gordo: los gordos ocupaban el centro donde estaba el punto y a todos los innovadores con ganas de cambiar algo les tocaba moverse a los extremos del segmento, es decir: emigrar. Así parece que una emigración llevó a una comunidad hacia Egipto, donde fundaron Fustat en el siglo VII, que mucho más tarde acabaría siendo parte del Cairo. Aunque allí adoptaron nuevos métodos que les permitieron regar los jardines de las azoteas, siguieron con edificios de similar altura. Aunque puede parecer poco útil regar las azoteas, la realidad oculta era que esa misma tecnología les permitía vaciar de agua las minas, una parte fundamental de la revolución industrial pero que mantuvieron en secreto unos cuantos siglos más.

Los dígonos emigrados se sintieron muy satisfechos consigo mismos y su obra en Fustat, y decidieron que cambiar periódicamente de circunstancia fomentaba la creatividad y el desarrollo de la sociedad, así que a partir de entonces impusieron a sus miembros la norma de obtener cada 6 años una nueva propiedad subterránea y cada 7 años una nueva propiedad sobre tierra, lo que obligaba a los menos prósperos a cambiar frecuentemente de propiedad y a los más prósperos a seguir aumentando su patrimonio. Es así como al cabo de 42 años a los miembros les toca cambiar en el mismo año de vida oculta y de vida abierta, es decir, un cambio total. Esto, por muy flexible que se sea, impone cierta inquietud, aunque no se esté en un ascensor y los demás pasajeros empiecen a hacer “uuuuu”.

Sin embargo, esta rama no era tan competente en asuntos políticos y no consiguió evitar la decadencia de la ciudad, viéndose obligada a volver a emigrar hacia la Toscana italiana hacia finales del siglo X, donde el perfeccionamiento de nuevos métodos constructivos se combinaron un par de siglos más tarde con una burbuja inmobiliaria creando una loca proliferación de torres en ciudades como Bolonia o San Gimignano, que como todas las burbujas acabaron estallando, aproximadamente hacia finales del siglo XIII. Esto permitió la dominación de Florencia de toda la región, que se había librado de la burbuja debido a una simple regla promulgada en 1251: nadie podía construir una casa que más alta que la Torre de la Castaña, utilizada por el Consejo de los Gremios, indicando que la ciudad debía prevalecer frente a las aspiraciones de altura de los dígonos (en esos sitios uno valía tanto como la altura de su torre), que buscaron acomodo en otros sitios a los que hicieron caer con su burbuja inmobiliaria.

Esta época fue dura para los cambios de los dígonos, ya que se impuso que para todos aquellos que no hubiesen conseguido aumentar sus propiedades y tuviesen que cambiar de casa, el cambio se hacía mediante una carrera hacia la cima de la torre más alta de la ciudad, lo cual determinaba el orden en que se podía escoger. Esto fomentó la preparación física de los miembros, que nunca en la historia estuvieron más fibrosos (o lesionados).

Un dígono famoso fue George Bauer / Giorgio Agricola que sistematizó todo su conocimiento en la construcción y explotación de minas en una obra denominada “De Re Metallica”, donde entre otras cosas se desvelaban los métodos traídos de Fustat para vaciar de agua las minas, superando los límites de 10 metros de las bombas de vacío. Este libro se distribuyó de manera limitada y sus dígonos propietarios lo mantuvieron secreto hasta el florecimiento de la minería del carbón que estuvo en el origen de la Revolución Industrial.

Y como consecuencia de esa revolución y la invención de la máquina de vapor, en 1853 otro dígono famoso, Elisha Grave Otis construyó algo fundamental para lo que tratamos ahora: el primer ascensor para personas impulsados por vapor. La principal novedad es que añadía a los mecanismos ya utilizados en las minas para la elevación de minerales, los mecanismos de seguridad que permitían que montar en ellos no fuese un deporte de riesgo. Hasta entonces, el tránsito por las minas y torres tenían que estar basados en rampas o escaleras respectivamente, lo cual hacía que los últimos pisos fuesen siempre los menos deseables. A partir de ese momento, la utilización de ascensores hizo prácticos los edificios de más de 5 pisos (el límite humano a partir del cual aparece el resuello), aunque no fue hasta finales del siglo XIX y principios del XX cuando los edificios residenciales volvieron a superar las alturas conseguidas en Shibam y Fustat (las torres toscanas eran meramente defensivas y un símbolo de status y por tanto no cuentan) y crecieron rápidamente hasta los 381 metros del Empire State. El resto de Nueva York, Chicago, Hong Kong, Shanghai, Tokio... no fueron más que un corolario.

Y es en estos tiempos modernos cuando se elimina la asignación de piso para el más fuerte, introduciendo la aleatoriedad. Cuando el miembro que llega al año en que debe cambiar su vivienda ha entrado en el ascensor y oye a los demás miembros cantar (ya que normalmente al entrar mira al suelo y no los reconoce), los empleados de Otis ya han manipulado la botonera del ascensor de modo que si pulsa el botón del piso 42, en realidad va a parar a... un piso cualquiera en el que tendrá que encajar su vida en adelante. En general, los miembros ya no pueden variar demasiado de vivienda, y por eso se introduce este elemento de azar que mantiene la tensión creativa.

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